Tribalismo político, ¿un peligro para nuestras sociedades?

Si algo hemos podido aprender de los conflictos civiles de los últimos tiempos, es que cuando una sociedad permite que dentro de su territorio se desborden las divisiones sociales, étnicas, religiosas o políticas, estas tienen una alta posibilidad de desembocar en disturbios, ingobernabilidad, fracaso estatal, guerras o violencia de diferentes tipos. Para medir este riesgo, existen incluso herramientas como el Marco de Evaluación de Conflictos de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, quien se encarga de estudiar las condiciones de diversos países y cómo estas pueden desembocar en conflictos civiles.

Uno de los puntos más analizados por este tipo de herramientas, son las divisiones sociales dentro de un país y cómo estas tensiones se canalizan por medio de una política tribal. Ahora bien, la política tribal se caracteriza por una lealtad estricta a una identidad fundamental bien sea de carácter racial, religioso, de clan, regional, de género, entre otros factores. En términos generales, cuando la política de un país comienza a fundamentarse en estos principios, tienden a saltar las alarmas sobre la posibilidad del surgimiento de conflictos civiles, puesto que la política deja de ser una competencia de ideas para convertirse en batallas tribales, libradas por facciones partidistas que se deben a la identidad y no a la política. Lo anterior debilita las instituciones del país y crea un círculo de desconfianza entre los grupos de una sociedad que puede degenerar en violencia.

Por su parte, este escenario de polarización es aprovechado por los diferentes partidos, con el fin de vincular determinadas identidades e ideología consigo mismos, exagerando o sobre politizando acontecimientos y pensamientos, como una forma de ganar votantes sin tener que ofrecer verdaderas soluciones políticas a los problemas que se están presentando. Cabe aclarar que este tipo de política es aplicada tanto por la izquierda como por la derecha, desde Baden hasta Trump, como ha quedado demostrado luego de los disturbios de Black Live Matter o el asalto al capitolio de enero de 2021.

En este sentido, aunque comúnmente relacionamos el tribalismo con la configuración social de pueblos aislados y pre modernos, lo cierto es que las evidencias muestran que el tribalismo puede causar conflictos graves en cualquier sociedad donde las identidades particulares se conviertan en el centro de la política. Esto se debe a que mientas más tribal sea una comunidad, más se controla la pertenencia a sus subgrupos, menos se posibilita la cooperación con otros sectores de la comunidad y más se tiende a aceptar mediadas extremas tendientes a maximizar la posición o reconocimiento del grupo propio.

Así, al estudiar el tribalismo en un país lo que se busca es saber que tanto los ciudadanos de diversos orígenes, pueden apelar a diferentes razonamientos que les permitan superar sus identidades fundamentales y trabajar en pos de un bien común. Sin embargo, en los últimos años hemos visto como los partidos se convierten aceleradamente en las tribus contemporáneas, aferrándose a subgrupos demográficos cada vez más leales y predecibles, mientras recurren a la exaltación de agravios históricos, culpas hereditarias, pérdida de privilegios o protagonismo, etc.

Esto ha llevado a que la cooperación entre partidos y por lo tanto entre secciones completas de la sociedad a las que representan, sea una tarea increíblemente difícil y en algunos momentos imposible, debido a que sus votantes les piden cierta intransigencia frente a las demandas de otros grupos. Aquello explica que legislar en torno a temas como la migración sea tan complicado, debido a que los partidos buscan defender posturas radicales, aunque estas no reflejen una solución real al problema que se está viviendo. Comúnmente la discusión se limita a permitir una migración descontrolado o expulsar a la mayoría de migrantes, categorizando al interlocutor con los apelativos de facha o progre, repudiando a cualquiera que pueda parecer tibio y evitando la construcción de una política de inmigración integral.

Este es simplemente un caso, pero también puede pasar al aprobar presupuestos o crear proyectos de Estado y no solo de gobierno, en una dinámica que termina por superar a las instituciones de un país, pues sus políticos están más preocupados en vencer a sus oponentes en nombre de la solidaridad tribal, que en aplicar políticas públicas eficaces.

ENTRE LA DEMOCRACIA Y EL TRIBALISMO

Desde comienzos del siglo XX muchas cosas han cambiado en la política mundial, un ejemplo de esto es que durante buena parte del siglo pasado la política se basó en cuestiones económicas, noción que ha cambiado aceleradamente. Hasta hace relativamente poco, la izquierda se adjudicaba la defensa de los trabajadores, los sindicatos, los programas sociales y las políticas redistributivas, mientras que la derecha se preocupaba por reducir el tamaño del Estado y promover el sector privado. No obstante, cuando resultó cada vez más difícil diseñar políticas que produjeran cambios socioeconómicos a gran escala, la política actual de la izquierda ha dejado muchas de las preocupaciones económicas e ideológicas tradicionales, reemplazándolas por la exaltación de los intereses de una amplia variedad de grupos marginados, tales como minorías étnicas, inmigrantes, refugiados, mujeres y personas LGBT. Mientras que, en el caso de la derecha, se ha visto como esta se ha enfocado progresivamente en las reivindicaciones patrióticas de la identidad de carácter étnico y religioso, en las comunidades blancas y en las personas que se han visto abrumadas por las reclamaciones identitarias de la izquierda.

En pocas palabras, las políticas de identidad se han transformado en el concepto clave para entender muchísimos de los asuntos globales. Esto ha reabierto una puerta que ha demostrado ser bastante peligrosa a lo largo del siglo XX, donde los líderes políticos movilizaron a su electorado por medio de la idea de que su dignidad había sido ofendida y debía ser restaurada. Lo anterior en principio no debería ser algo malo si se tratara de manera correcta, sin embargo, la evidencia muestra que se ha instalado la necesidad de dividir la sociedad en grupos cada vez más específicos, generando una respuesta similar en otros grupos al sentir que su dignidad está siendo atacada, que están perdiendo su estatus, que sus logros están siendo opacados por otros movimientos o que están siendo desplazados del poder.

En última instancia, esta tendencia amenaza con destruir algunos de los mayores logros de la democracia moderna, como lo es el triunfo de la isotimia sobre la megalotimia, es decir, el reconocimiento de los derechos y condición humana del conjunto de la sociedad sin atender a su grupo particular de procedencia, al contrario de lo que ocurre en sociedades basadas en derechos sanguíneos o étnicos por poner un ejemplo. Ahora bien, para conseguir esto había dos posibles caminos: construir una sociedad donde se tratará a los grupos marginados de la misma manera que se había tratado a los grupos dominantes, o reafirmar la identidad de estos grupos y exigir su respeto como comunidades diferenciadas de la sociedad en general. Así, para bien y para mal esta última opción es la que se ha instalado con una gran fuerza en Occidente.

De cierta manera, teorías como el multiculturalismo o el feminismo han transitado de movimientos centrados en la inclusión o la igualdad, a proponer una sociedad fragmentada en pequeños grupos con experiencias distintas y no compatibles o entendibles por el resto de grupos. Esto quiere decir que los símbolos, experiencias, historia, tradiciones, patrimonio y luchas de un determinado grupo son competencia exclusivamente de dichos grupos. Aquello se tradujo en que más haya de construir sociedades diversas compuestas por personas diferentes entre ellas, las cuales compartan valores y experiencias comunes, se instó a valorar cada cultura por separado y cada experiencia en particular, asignándole un valor en función de su exclusión, sufrimiento, privilegios o peso histórico. Este binarismo ha terminado por cumplir el papel de aglutinador, dando una sensación de sentido y propósito a cada grupo a través de la construcción de un enemigo en común.  

Tal vez el mayor problema con esta forma de ver la política, es que, si bien muchos de estos grupos tradicionalmente olvidados ven ampliados sus derechos, resulta evidente que esto no se ve reflejado en una mejora sustancial de las condiciones socioeconómicas de los individuos, a causa de que los procesos electorales se basan más en discursos ideológicos que en resultados palpables. Esto hace que el sentimiento de pertenencia sectario obvie una y otra vez las contradicciones, limitaciones e incoherencias de su propio movimiento. En pocas palabras, es más fácil centrarse en cuestiones culturales como resaltar este o aquel autor, realizar reformas cosméticas a problemas complicados y culpar a otros de los fracasos propios, que diseñar políticas públicas que aumenten la calidad educativa, mejoren la economía del país o reduzcan consistentemente los índices de pobreza y violencia.

Por otro lado, dado que no es necesario trabajar en pos del consenso, se ha desarrollado una tendencia a menospreciar los reclamos y reivindicaciones de grupos vistos como rivales, resolviendo sus reclamos con una dicotomía de opresor y oprimido, la cual deja de lado el dialogo necesario para elaborar políticas públicas de gran envergadura. Aquello se extiende incluso a temas como la libertad de expresión, puesto que a la hora de poder expresar ideas se tiende a priorizar la experiencia particular de cada grupo y los factores emocionales, sobre la realización de un examen racional de los problemas. Así, es cada vez más difícil que un individuo cambie sus opiniones previas, complemente su discurso o critique a sus correligionarios, mientras que al mismo tiempo es más probable interpretar el discurso del otro como ofensivo, falas y digno de silenciar o ser caricaturizado.      

Como vemos, con una política de la identidad planteada de esta manera, no es de extrañar que opciones políticas más radicales tanto de izquierda como de derecha accedan al poder, puesto que cada movimiento busca superar a su predecesor y cada partido busca especializarse en una demografía más específica y leal. Esto convierte a la corrección política en un arma arrojadiza puesto que puede llegar a afectar a cualquier grupo o persona, en la medida de que establece una norma social poco clara y en constante cambio, destinada a impedir que se expresen públicamente creencias u opiniones supuestamente controversiales sin temor al castigo social. Aquello ocurrió por ejemplo con las feministas llamadas TERFs, quienes se han visto marcadas como inapropiadas, debido a su oposición a la aplicación de políticas trans que consideran contrarias a los logros e intereses de las mujeres, pero que antes habían utilizado estos mismos argumentos para calificar a personas o movimientos con ideas que ellas consideraban controvertidas.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que las redes sociales magnifican el alcance y peso de esta cultura de la cancelación, puesto que el porcentaje de la sociedad que respalda las versiones más extremas de la corrección política es bastante pequeño. Asimismo, los medios conservadores y liberales se han abocado a sobredimensionar esta práctica, de cara a los enormes réditos políticos o económicos que ofrece. Por otro lado, esta percepción de una censura creciente y omnipresente lejos de deslegitimar y eliminar los discursos más incendiarios, termina por validarlos y otorgarles un aura de sinceridad y voluntad política, tal y como ocurrió con Trump, quien a pesar de sus declaraciones intolerantes, desproporcionadas e irresponsables, se convirtió en una especie de héroe para aquellos que se han visto afectados por los identitarismos de izquierda.

En este sentido, la política de la identidad puede ser usada por cualquiera de las partes, pues apela a sentimientos intrínsecos al ser humano como la pertenencia a un grupo, la confrontación con el otro o la dignidad. De este modo, aunque se argumente que las reivindicaciones de identidad de ciertos sectores de la sociedad no son legítimos o moralmente aceptables por determinador factores históricos y ciertos privilegios, no hay que perder de vista que los sentimientos tribalistas están presentes en todos los grupos, por lo tanto, una sensación de humillación puede degenerar en movimientos identitarios más defensivos, punitivos, revanchistas y excluyentes. A su vez, este escenario resulta perfecto para aquellos políticos capaces de usar el lenguaje de víctimas y victimarios a su favor, con el fin de afirmar que las necesidades y sufrimientos de uno u otro grupo, están siendo pisoteados por los medios de comunicación y el establishment político, siendo su trabajo volver a traer la grandeza de su grupo por todo tipo de medios.

CONCLUSIONES

Si bien es innegable que toda sociedad debe proteger y ayudar a los grupos marginados que la componen, esto no puede desvincular la política de la búsqueda de objetivos comunes, obtenidos a través de la deliberación y el consenso. Un viro total hacia la exaltación tribalista de la identidad exclusiva de pequeños grupos, por encima de una identidad amplia e integradora que de forma a un país, puede terminar por desintegrar cualquier tejido social existente. Aun así, es un hecho que las sociedades humanas difícilmente podrán abandonar todo rastro de apego a las identidades tribalistas y a las políticas que ellas traen, no obstante, es necesario construir un equilibrio entre la construcción de canales que permitan a las comunidades expresar su deseo de dignidad, reconocimiento y resentimiento frente a las promesas incumplidas, con una identidad nacional basada en principios y objetivos comunes, con el fin de que el vínculo entre los diversos grupos que componen la sociedad no termine basándose solo en la presencia de enemigos comunes. En pocas palabras, si seguimos empeñados en continuar con este tipo de política, los blancos tendrán que votar como blancos, los negros como negros, los hombres como hombres y las mujeres como mujeres, convirtiendo a la democracia en un juego de suma cero entre grupos enfrentados.

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