Iconoclasia moderna, ¿Qué hay detrás de la destrucción de monumentos en los Estados Unidos?

INTRODUCCIÓN

En los últimos meses hemos visto como una serie de protestas alrededor del mundo a raíz del asesinato de George Floyd bajo custodia policial, han generado grandes movilizaciones, disturbios, polémicas y en particular una serie de sucesos que llamaron mucho la atención, como lo fueron el derribo de estatuas vinculadas a personajes que en su momento estuvieron relacionados con la conquista de América, procesos de colonización, esclavismo, separatismo, segregacionismo, entre otros fenómenos hoy considerados como intolerables o al menos reprochables.

Así, el día 11 de junio surgió la noticia de que el monumento a Edward Colston, un reconocido comerciante de esclavos del siglo XVII, fue derribado y lanzado al agua por un conjunto de manifestantes en el Puerto de Bristol, Inglaterra. Desde entonces decenas de estatuas de figuras históricas relacionadas con el colonialismo, la esclavitud, entre otros procesos históricos, han sido tiradas, decapitadas, quemadas, vandalizadas o retiradas de sus pedestales, en Reino Unido, Bélgica, Nueva Zelanda y Estados Unidos.

No obstante, aunque la destrucción de este tipo de estatuas nos pueda parecer un fenómeno moderno vinculado a ciertas ideologías y movimientos, lo cierto es que la destrucción de monumentos es una práctica que se lleva realizando durante milenios, ligada a diferentes fenómenos entre los que se encuentran motivos religiosos, políticos, económicos, ideológicos, dinámicas de conquista y colonización, revoluciones y cambios de régimen. Aun en los últimos años se ha presentado la destrucción de estatuas relacionadas con dictaduras o ideologías totalitarias como las estatuas del franquismo, el derribo de miles de estatuas de Lenin y Stalin en el espacio ex soviético e incluso se han llevado a cabo actos como el cambio de los nombres de calles y edificios, con el fin de que dejaran de rememorar a ciertos personajes o acontecimientos, en un intento de reinterpretar la historia de un país o borrar los recuerdos de determinado adversario político o ideológico.

En general, todas estas manifestaciones de destrucción de obras de arte, monumentos o material vinculado con la memoria de cierta sociedad, comunidad o grupo de personas, normalmente se relaciona con el término de iconoclasia. Con iconoclasia nos referimos a la destrucción deliberada dentro de una cultura de los iconos, símbolos o monumentos religiosos, políticos, culturales e históricos, por una enorme cantidad de motivos que van desde la fama personal hasta las reivindicaciones sociales. Según esta definición en Estados Unidos se estaría viviendo hoy un proceso de iconoclasia, motivado por las reivindicaciones de ciertos grupos étnicos, los cuales se han abocado a destruir y hasta cierto punto borrar la historia (al menos en los espacios públicos) de personas y movimientos considerados racistas o impropios para su conmemoración, debido a sus actos en tiempos pasados.

Esto ha abierto una enorme discusión acerca de cuáles son los límites de la iconoclasia y que tanto está justificada la destrucción de ciertos símbolos como los confederados en Estados Unidos, en función de los nuevos o tradicionales criterios de ética, historia, política, ciudadanía o moral. El problema de evaluar esta práctica, radica en que los criterios para su aplicación son muy variables y volubles, puesto que en esencia la iconoclasia puede ser usada fácilmente para perseguir cualquier símbolo o imagen del adversario de un determinado grupo, sin importar su naturaleza o espectro político, en un intento de consolidar el olvido o la eliminación de este. Aun así, también puede partir de reivindicaciones legítimas y cuestionamientos válidos a la historia de un país.

Por esta razón, la iconoclasia no es en sí misma un acto reprochable en todos los casos y tiene múltiples motivaciones que van desde el deseo de fama personal hasta las reivindicaciones de libertad y cambio. El problema radica entonces en poder diferenciar cuando puede estar justificada y cuando existen alternativas a la destrucción de las obras, como puede ser su traslado a museos.

LA ICONOCLASIA EN LA HISTORIA

Antes de comenzar a hablar de la iconoclasia en la historia, es necesario mencionar que la destrucción de imágenes y símbolos de una determinada cultura, es una práctica común durante la guerra y los cambios de régimen, en un intento de lograr el monopolio de la memoria, el relato histórico y la opinión pública.

Tal vez uno de los casos más conocidos y exagerados de iconoclasia fue la destrucción de la ciudad de Cartago por los romanos en el 814 a.C., quienes ordenaron destruir todos los edificios y objetos que contuvieran la memoria de la ciudad, salvo los relatos escritos por los propios historiadores romanos que se encargaron de transmitir su historia. El movimiento de los iconoclastas ha llevado a la quema de imágenes, esculturas, estructuras y libros de uno y otro bando, siendo considerado uno de los mayores peligros para el patrimonio cultural de la humanidad junto a los desastres naturales y las guerras.

Una muestra de esto fue la quema de imágenes y libros llevada a cabo entre los siglos VIII y IX en el Imperio bizantino, tras el edicto del emperador León III, quien prohibió las imágenes religiosas con el supuesto fin de reconciliar a cristianos, judíos y musulmanes, aunque de fondo el emperador buscaba reducir la influencia de la Iglesia en los asuntos del Estado. Esta Política fue continuada por su hijo Constantino Coprónimo, quien aumentó las penas para quienes conservaran imágenes eclesiásticas y aumentó la persecución de estos símbolos, generando una perdida gigantesca para el patrimonio artístico de la humanidad.

Igualmente, durante la construcción de la actual Ciudad de México sobre las ruinas de lo que había sido Tenochtitlán, los frailes ordenaron sepultar y destruir los templos prehispánicos, llegando incluso en 1530 a ordenar la quema de todos los escritos e ídolos que habían sido arrebatados a los mexicas. Algo parecido ocurrió en la misma España cuando se quemaron cientos de libros árabes por orden de la inquisición, argumentando que: “[…] los religiosos y el obispo (…) quemaron libros de mucha importancia para saber las cosas antiguas de esta tierra, pues entendieron que eran demostración de supersticiosa idolatría.

Por último, tal vez uno de los símbolos más importantes para la historia moderna fue la caída y destrucción de La Bastilla durante la Revolución Francesa, acontecimiento que es vinculado con el colapso de una era despótica y la expansión de la democracia. Sin embargo, este acontecimiento desencadenó un proceso compulsivo de iconoclasia, el cual alcanzó cientos de obras de diferente naturaleza que significaron grandes pérdidas para el patrimonio nacional de Francia. No obstante, en la actualidad es difícil argumentar que el saqueo, incendió y destrucción de la Bastilla, no representó un hito en la historia moderna que simboliza el estallido de una serie de procesos sociales, políticos, económicos e ideológicos, producto de un descontento social generalizado que cambio la historia del mundo.

Como vemos, los procesos de iconoclasia no son episodios aislados e injustificados en la historia de un país o sociedad, sino que en muchas ocasiones tiene que ver con grandes cambios que sin embargo no pueden ser considerados desde una perspectiva únicamente de buenos y malos, dado que las mismas razones usadas por un grupo para destruir los símbolos de sus adversarios pueden ser usadas por otros grupos para destruir sus símbolos.

MONUMENTOS CONDENADOS. ENTRE EL CAMBIO SOCIAL Y LA DOBLE MORAL

A lo largo de la historia ha habido un conjunto de obras que por una u otra razón se han convertido en artefactos culturales indeseables para una sociedad o un grupo determinado. Tal vez el caso más ilustrativo de este fenómeno, sea la destrucción de la mayoría de símbolos nazis en la Europa de finales de la Segunda Guerra Mundial, condenando a muchas de estas obras literarias, artísticas y arquitectónicas al ostracismo, al prohibirlas y reconceptualizarlas como una forma de apología al delito que puede ser penado incluso con prisión.

En consecuencia, así como existen legados culturales tangibles e intangibles que enorgullecen y resaltan la identidad e idiosincrasia de una comunidad, existen símbolos que se convierten en una fuente de vergüenza o son objeto de rechazo, debido a que son vinculados con determinadas administraciones políticas, religiosas o económicas de corte autoritario, racista o contrarias al poder o ideología de turno, siendo estos símbolos objeto de vandalismo o destrucción espontanea o planificada por parte de un gobierno o una multitud. Este suceso práctico, puede ser visto como un acto primario de venganza o un mensaje de condena violento ante una dinámica o proceso en particular que está viviendo o vivió una sociedad.

Un ejemplo claro de este tipo de deseo de repensar y remover algunos monumentos emplazados en espacios públicos, es el deseo de muchos ciudadanos belgas de retirar de estos espacios las estatuas dedicadas a Leopoldo II, quien fue rey de Bélgica entre 1865 y 1909. Su reinado coincidió con el momento en que las potencias europeas que se repartían África en la Conferencia de Berlín, decidieron adjudicar a este monarca la administración del Congo para generar un equilibrio entre ellas. Leopoldo controló el Congo como si fuera su colonia personal, explotando a la población con métodos de castigo inhumanos que causaron la muerte de entre 2 y 15 millones de congoleños, la esclavización de millones de personas y la mutilación de gran parte de la población. En consecuencia, para un pueblo que se enorgullece hoy de su neutralidad y vocación por la paz, conmemorar a un personaje celebre por implementar un sistema que fácilmente podría encajar en la definición de genocidio, no constituye un orgullo nacional para muchos belgas que exigen una reevaluación de su historia. 

De esta manera, se produce un proceso conocido como damnatio memoriae o condena de la memoria, la cual ha sido una extensa práctica histórica que consiste en borrar de forma parcial o total el rastro de la memoria de aquellos considerados infames, con el fin de condenarlos al ostracismo social. Esto plantea una seria pregunta acerca de qué motiva a los movimientos de iconoclasia: el deseo de venganza, el resarcimiento o liberación del rencor y frustración de determinados sectores de la sociedad, la necesidad de cometer actos mediáticos que den fuerza a un movimiento social o la conciencia histórica y política de que existen fenómenos que no se pueden repetir.

Hay que tener en cuenta que el uso de los espacios públicos no es librado al azar y que la construcción de un monumento o una estatua en ellos, no atiende a un objetivo puramente neutro o decorativo, puesto que con ello se desea conmemorar, homenajear o privilegiar a la persona, acto o corriente que se está representando. A efectos prácticos, con estas obras se está haciendo un uso político de la historia, por lo que al hacer una revisión histórica y política del racismo o cualquier otro hecho o ideología, es lógico que también se deba realizar una revisión del pasado nacional de un país, junto a los símbolos que le dan materialidad en los espacios públicos que al final son los encargados de establecer relatos y conservar la memoria.

Se puede decir entonces que la forma en que ocupamos el paisaje urbano si influye en la conservación o transformación de nuestros referentes sociales, afectando la forma en que nos identificamos como nación, pueblo o comunidad. Aun así, este hecho no puede llevarnos a interpretar la historia a través de categorías morales actuales, debido a que este sería un tratamiento anacrónico y hasta cierto punto injusto del pasado. En pocas palabras, la historia ocurre en un contexto y si bien es necesario realizar revisiones de los relatos que se han construido, esto no puede llevarnos a exigir que valores, formas de actuar, regulaciones o actitudes que hoy consideramos normales, fueran las que tuvieran que regir las relaciones sociales en el pasado o en contextos distintos a los nuestros.

En este sentido, podemos observar por ejemplo los museos dedicados a contar los sucesos que ocurrieron durante el Gobierno nazi en Alemania y su expansión por Europa, en ellos no se fomenta la eliminación de todo rastro o recuerdo de estos acontecimientos, sino su conservación con el fin de mostrar los límites de la naturaleza humana, en un intento de lograr que algo parecido no vuelva a ocurrir. Estos museos parten del principio de que el olvido no lo decreta la inexistencia del contenido de un recuerdo en público, puesto que junto a la memoria consciente y visible existe un inconsciente colectivo donde se almacenan los olvidos de la gente.

Lo que motiva estos esfuerzos no sería entonces el rencor, el odio o la frustración acumulada, sino el deseo de no olvidar para no repetir. Ahora bien, a la hora de estudiar la justificación, naturaleza, logros y alcance de la iconoclasia, existe una doble moral inherente a nuestras posiciones ideológicas, puesto que muchas de las personas que se posicionan completamente en contra de la destrucción de una estatua de un esclavista en Inglaterra, se posicionarían a favor de la destrucción de los símbolos comunistas alrededor del mundo o el derribo de la estatua de Sadam Hussein en Irak, concibiéndolos como actos de libertad, cambio y democracia.

Al igual que luego de la caída de la Unión Soviética y la guerra cultural que se desató en Europa del Este por apropiarse de nuevos símbolos y relatos nacionales, en Estados Unidos se está presentando una batalla cultural enorme por problemáticas que aún no se han logrado solucionar y otras que se han sobre politizado, generando una lucha por el dominio del relato cultural que pasa por acciones mediáticas y prácticas que se ven reflejadas por ejemplo en la destrucción de los símbolos confederados.

 El problema viene cuando observamos que en el momento en que un grupo señala a determinados monumentos de ser símbolos de la conquista, la sumisión, la represión o el conflicto ideológico, esto puede llevarnos a situaciones complejas frente a la conservación del patrimonio cultural de la humanidad, puesto que todos los pueblos han sido víctimas de este tipo de dinámicas en su historia. En consecuencia, en términos reales que diferencia el deseo de un grupo de destruir el legado de un personaje esclavista de los deseos de grupos nacionalistas en India, interesados en borrar el pasado musulmán en el norte del país, al considerarlo un legado de opresión, saqueo, esclavitud, sumisión y muerte, no muy diferente e incluso peor que el colonialismo británico. Este caso ya tiene precedentes cuando en 1992 los políticos nacionalistas hindúes, enviaron a una turba de personas a destruir una mezquita construida en el siglo XVI por orden de Babur, el conquistador musulmán de Asia Central que estableció la dinastía mogola en la India, al argumentar que esta había sido construida en el lugar de nacimiento del legendario rey divino hindú de Rama. Como vemos, en esta muestra de iconoclasia que buscaba aparentemente revertir un pasado de opresión, se dio origen al nacionalismo hindú como fuerza política poderosa en la India, permitiéndole desde entonces ganar las elecciones en 2014 y 2019 a costa de una exaltación de la xenofobia en contra de la población musulmana.

Dicho de otra forma, Los nacionalistas hindúes de la India buscaron a través de la iconoclasia erigir un pasado imaginado sobre las ruinas modernas, reestructurando y reconceptualizando los espacios públicos. En resultado, El nacionalismo hindú centró sus esfuerzos en implementar acciones basadas en el resarcimiento del agravio y el deseo de corregir o vengar los errores del pasado, acusando a los intelectuales y figuras que intenten matizar la historia musulmana de la India de estar blanqueando los registros históricos, llamándolos cipayos que vendría a ser una especie de sinónimo de malinches, vendidos o colaboracionistas. Este esfuerzo es respaldado muchas veces por una avalancha de propaganda, que incluye mensajes virales de WhatsApp, videos, publicaciones en Facebook, tweets e historias presentadas en noticieros con información distorsionada o exagerada.

Casos como estos, nos hacen pensar en qué tanto tiempo debe pasar para que un símbolo de opresión se convierta en un gran símbolo de historia, arte o arquitectura, tal y como muestra la solicitud en Charge.org dedicada a pedir la destrucción del acueducto de Segovia con más de 2000 años de antigüedad, o por lo menos eliminar cualquier acto de conmemoración en él. La razón detrás de esta petición es que dicho monumento según el creador de la campaña, recuerda la opresión y conquista romana sobre Hispania. No obstante, aunque esta propuesta puede ser más una especie de sátira a la forma en que estamos abordando la historia en la actualidad, es una muestra de cómo los límites de la iconoclasia pueden estirarse sin la debida reflexión.

De igual forma, cómo podemos estar seguros de qué un acto de iconoclasia está justificado en pos de defender determinada lucha social, tal y como ocurrió en 1914 cuando la sufragista Mary Richardson atacó con un cuchillo a la Venus del espejo de Velázquez, con el fin de que trascendiera su protesta contra el encarcelamiento de una de sus compañeras. Este hecho marcó un precedente entre cierta parte de las activistas feministas de la época, las cuales atacaron 140 obras en medio año.

En resumen, el arte en sus diferentes expresiones, con su presencia inmóvil y su espíritu simbólico, siempre ha sido una víctima recurrente en la confrontación de dos posturas contrarias. Lo vemos ahora pero también lo hemos visto en la destrucción de los templos de Bel y Baal en Palmira por parte del Estado islámico. Esto se debe a que el arte siempre es vulnerable debido a que su destrucción provoca respuestas y afecta profundamente la idiosincrasia de una sociedad. Sin embargo, este caso nos muestra como una interpretación extrema y retroactiva del pasado puede tener consecuencias adversas en la conservación del legado histórico en el presente.

CONCLUSIONES

Lo único que queda claro, es que borrar el pasado no necesariamente reforma el presente, por lo que, si bien la acción colectiva de destruir un monumento si puede ser parte del cambio, no es el fin último de este. En otras palabras, la sociedad de Bristol será tan racista o poco racista con o sin la estatua de un esclavista. Además, si nos empeñamos en juzgar todas las obras del pasado bajo la lupa de nuestros estándares morales e ideológicos actuales, prácticamente ningún monumento a una persona podría conservarse, en la medida de que confrontamos la peor versión de las personas representadas, con la supuesta mejor versión de nosotros mismos, en un tipo de crítica monocromática de blanco o negro, la cual no admite un análisis de los grises y los contextos que acompañan la vida de una persona. De alguna manera, bajo esos estándares solo podríamos erigir monumentos de personas previamente idealizadas a través del mito.

Sin embargo, nada hace pensar que la iconoclastia vaya a pasar a la historia, puesto que esta no es un fenómeno fugaz, menos en una era donde la post-verdad se está instalando como paradigma y los relatos se están configurando a través de posturas rígidas y en confrontación directa.

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