Afganistán entre la ocupación y la guerra civil. Parte 2​

En el anterior artículo hablamos sobre las condiciones previas a la ocupación de Afganistán llevada a cabo por la coalición liderada por Estados Unidos, haciendo énfasis en la presencia de una guerra civil inacabada en el país que repercute en los acontecimientos actuales. En esta ocasión, trataremos el conflicto desde la llegada de Estados Unidos a Afganistán en 2001, la toma del poder por los talibanes y los desafíos a futuro que esperan al gobierno talibán, con el fin de tratar de esclarecer en qué estado se encuentra la sociedad y el Estado afgano.

Conflicto en Afganistán, de la guerra civil a la guerra con Estados Unidos

Contrariamente a lo que se podría pensar tras 20 años de guerra contra una coalición liderada por la mayor superpotencia militar del mundo, los talibanes no fueron erradicados en 2001 tras ser desplazados del poder central por las fuerzas aliadas. Esto se debió a que los talibanes no se constituían como un grupo totalmente jerarquizado en la cabeza de una sola persona, sino como una serie de redes con altos niveles de autonomía, las cuales podían replegarse a zonas rurales donde tenían una militancia de base muy bien arraigada que les permitió reestructurarse. Además, en estas zonas tenían una lucrativa actividad económica basada en la extracción de mineral de hierro, mármol, cobre y litio (aproximadamente 464 millones de dólares al año), la venta de amapola y opio (416 millones), la financiación extranjera (240 millones), la implementación de impuestos y diferentes tipos de extorsión (160 millones), entre otros ingresos que son imposibles de rastrear. Esto quiere decir que los talibanes percibían unos 1.600 millones de dólares al año según estimaciones realizadas en 2018, lo que les daba acceso constante a armas y nuevos reclutas.

A esta incapacidad a la hora de eliminar las fuentes económicas y sociales que sustentaban el poder de los talibanes, habría que sumar que con un enfoque de reconstrucción bastante desacertado por parte de Estados Unidos, quien pensó que bastaría con erigir instituciones de tipo occidental para cambiar la esencia misma de la sociedad afgana, disminuir su abrumadora fragmentación y ahogar los proyectos islamistas en el país, se produjo una total imposibilidad de instaurar unas fuerzas armadas modernas, motivadas y eficientes al mando del gobierno afgano, o siquiera crear la confianza suficiente por parte de la sociedad civil en las instituciones del Estado y sus funcionarios.

Todas estas falencias en el plan de reconstrucción estadounidense permitieron que se instalara una corrupción generalizada que afectó tanto a la población civil como a los militares, quienes, a pesar del enorme gasto militar de Estados Unidos en el país, apenas recibían sueldos miserables y estaban sometidos a todo tipo de precariedades, contando con miles de soldados fantasma que debilitaron cualquier acción real de resistencia frente a los talibanes. Por otro lado, al establecer un centralismo asfixiante que no tomaba en cuenta la verdadera configuración política y social de Afganistán, se provocó que las comunidades y líderes locales se sintieran excluidos de la toma de decisiones y no se vieran representados por el gobierno. En consecuencia, se implementó un modelo de Estado que ignoraba el poco control histórico que tradicionalmente habían tenido los gobiernos afganos sobre amplias zonas del país, haciendo que el poder central asignara recursos y tomara decisiones sin tener una idea clara de las necesidades y dinámicas locales.

Aquello sin mencionar que, de los más de 2 billones de dólares gastados por Estados Unidos durante la guerra, solo un 1% (unos 23.000 millones) fue usado en políticas de desarrollo como construcción de infraestructuras, adquisición de maquinaria agrícola, conectividad virtual, educación, emprendimiento, entre otros tipos de proyectos verdaderamente enfocados en la reconstrucción. Esta combinación de problemas terminó por cotidianizar malas prácticas por parte de las fuerzas estatales como extorsiones constantes a la población civil y acusaciones de corrupción en las altas esferas del poder. La corrupción llegó a ser tan campante que se acusó a varios presidentes afganos de comprar todo tipo de bienes y servicios de lujo en Dubái con el dinero público, vinculándoles además con el narcotráfico. Así, según informes de la ONU y otras organizaciones, los afganos tenían que pagar en sobornos a los funcionarios públicos incluyendo la policía unos 2500 millones de dólares al año.

https://worldview.stratfor.com/article/afghanistan-prepares-financial-future-without-us-taliban
https://www.americanprogress.org/issues/security/reports/2015/03/17/108613/tackling-corruption-in-afghanistan-its-now-or-never/

Estamos hablando de un problema tan complejo que, según diversos estudios en distintos momentos de la ocupación, la corrupción era vista como un problema más grave que la falta de seguridad. No es de extrañar entonces que frente a un panorama como este, se produjese un elevado rechazo a las acciones militares estadounidenses, puesto que la guerra había dejado solo en 2021 cerca de 1.600 civiles muertos por parte de todos los bandos en conflicto, sin que esto se viera reflejado en la construcción de una economía real y unas instituciones fuertes. Todo esto sin mencionar las acusaciones y casos comprobados de masacres, detenciones injustificadas, tortura, ataques militares contra civiles, entre otros crímenes de guerra que se le adjudican a la Coalición en Afganistán.  

Lamentablemente todos estos fenómenos hicieron que los esfuerzos de Estados Unidos y la OTAN por reconstruir un Estado fallido, desesperadamente pobre y que para entonces había sido devastado por dos décadas de guerra, fueran inútiles a pesar de la considerable construcción de escuelas, hospitales e instalaciones públicas, la inclusión de miles de niñas en el sistema educativo, la articulación de las mujeres en el ámbito laboral y universitario y el surgimiento de vigorosos medios de comunicación de carácter independiente.

Teniendo esto en cuenta es comprensible que tras la retirada de Estados Unidos las instituciones gubernamentales y fuerzas armadas afganas erigidas por la Coalición se derrumbaran, puesto que si bien las fuerzas armadas y policiales afganas habían luchado valientemente durante años sufriendo cerca de 70.000 bajas y llevando buena parte del peso de la guerra, no existía una verdadera lealtad frente a un gobierno que se entendía como corrupto, artificial, ajeno y para muchos contrario a los ideales de la sociedad afgana. Del mismo modo, el modelo de fuerzas armadas instalado por Estados Unidos en Afganistán necesitaba de un complejo sistema de logística que incluía material de guerra moderno, rutas de suministro, apoyo aéreo constante, mecánicos y expertos de los que el gobierno afgano carecía, razón por la cual desde el momento en que Estados Unidos retiró la mayoría del apoyo aéreo todo el sistema colapsó.  

En pocas palabras, la presencia estadounidense solo mantenía en apariencia la estabilidad de un proyecto político casi inoperativo, creando un falso equilibrio entre las fuerzas gubernamentales y los diferentes grupos que se disputaban el poder en una guerra civil inacabada. Se puede decir entonces que la presencia de la coalición lejos de cerrar las brechas entre lo urbano y lo rural en Afganistán, terminó por acrecentarlas al impulsar un proyecto de Estado tal vez bien intencionado pero desconectado de la cotidianidad de la amplia mayoría de la población afgana, el cual no pudo satisfacer las necesidades básicas de los afganos o consolidar su control más allá de Kabul y algunas otras ciudades importantes conectadas por las principales carreteras del país.

Carretera de circunvalación en Afganistán: Kabul, Kandahar, Herat y Mazar-I-Sharif
Avance talibán

Teniendo esto en cuenta, bastó tan solo con que los talibanes aplicaran una estrategia muy parecida a la que usaron en 1990, al denunciar la corrupción, violencia y hartazgo frente a la ocupación estadounidense, ofreciéndose como una alternativa confiable para alcanzar la estabilidad, luchar contra la corrupción y seguridad que el gobierno afgano no ofrecía. Dicha estrategia fue mucho más efectiva en aquellas comunidades locales donde la red de los talibanes tenía bases sólidas, haciéndose popular por ejemplo la frase de que los talibanes solo cobraban su soborno una vez a diferencia de las fuerzas gubernamentales, las cuales pedían sobornos una y otra vez en sus puestos de control ubicados a lo largo y ancho del territorio. 

Una muestra de ello es que a pesar de lo que pueden transmitir las imágenes de decenas de miles de afganos intentando abandonar el país, otros tantos miles de afganos han tomado con buenos ojos o por lo menos aceptado la toma de poder de los talibanes. Entonces lejos de poder verse esta situación como la relación entre afganos buenos y malos, se debe abordar como una confrontación entre dos formas diferentes de organizar la sociedad que aún no ha sido resuelta en Afganistán desde los años 60. 

No hay que olvidar que el gobierno afgano no había estado peleando contra extranjeros invasores sino contra ciudadanos afganos que no aceptaban su modelo de Estado y sociedad. En realidad, los talibanes basan su autoridad en una combinación de fuerza y soborno, pero también en relaciones complejas con la sociedad, erigiéndose como un actor político más con una base social considerable dentro de la lucha por el poder en Afganistán. Así, con la vertiginosa caída del régimen del presidente afgano Ashraf Ghani, quedó demostrado que difícilmente se puede cambiar un país mediante la construcción de instituciones con apoyo extranjero, si el núcleo de la sociedad sigue defendiendo valores contrarios a los que representan dichas instituciones.

En consecuencia, este fracaso puede significar el fin de un periodo en la política internacional estadounidense, enmarcado en la idea de que era posible construir Estados democráticos, modernos y estables, haciendo uso de la guerra como instrumento civilizatorio. Una muestra de ello es que la imposibilidad de ganar esta guerra por medio de acciones militares y la necesidad de una salida negociada al conflicto ya se vislumbraba desde el periodo Obama en 2014, presidencia desde la cual se comenzó a intentar entregar el manejo de la guerra a las fuerzas de seguridad afganas, con el fin de desligar a las fuerzas estadunidenses de una guerra sin fin. Este deseo de salir de un callejón sin salida quedaría patente en la era Trump cuando en 2018 se llevaron a cabo negociaciones con los talibanes, excluyendo al gobierno afgano de la discusión de los llamados Acuerdos de Doha.

En estos acuerdos los talibanes se comprometían a cortar sus lazos con grupos terroristas como Al-Qaeda e ISIS, reducir la violencia y negociar con el gobierno afgano, a cambio de que Estados Unidos retirara sus tropas y redujera los ataques aéreos contra los talibanes. Ahora bien, un acuerdo firmado en esas condiciones y excluyendo al gobierno afgano fue visto por muchos como una traición, haciendo que miles de soldados abandonaran las armas antes siquiera de luchar. Hay que pensar que para unos soldados mal pagos, en muchas ocasiones mal alimentados, los cuales estaban sirviendo a un gobierno corrupto y que se habían sentido traicionados por las fuerzas estadounidenses, no quedaban muchas razones por las que luchar y perder sus vidas.  

Uno de los mayores problemas de esta ineficacia para controlar el país, es que el gobierno afgano recurrió al llamamiento de las milicias locales, encargadas de sembrar el terror durante la guerra civil afgana, lo que no deja muy claro si el conflicto terminará con la posesión del gobierno talibán o si mutará en una guerra civil similar a la de décadas pasadas. A pesar de todo esto, existe cierto consenso/esperanza alrededor de que los talibanes comprenden el contexto internacional y local actual de Afganistán, advirtiendo que las condiciones del país no son las mismas que cuando asumieron el poder en 1996.

Esto supuestamente se traduciría en que las políticas de los talibanes se moderarían al entender que no pueden gobernar solos y que necesitan el apoyo de potencias regionales e internacionales como China, Rusia, Turquía, Irán, Pakistán y la India. A estas alturas no parece probable que los talibanes deseen apoyar de nuevo a las versiones más extremistas de los movimientos islámicos que les dieron origen, pues esto los pondría en confrontación directa con los intereses de seguridad nacional de China, Rusia, Pakistán (debido a las confrontaciones con poblaciones musulmanas que estos Estados llevan a cabo en las regiones de Xinjiang, Chechenia y Waziristán respectivamente) y sus demás Estados vecinos. Sin embargo, habrá que esperar para saber cómo tratarán los talibanes la inclusión de otras fuerzas políticas en el gobierno y cómo actuarán las más que probables disidencias de sus sectores más radicales. 

Provincia china de Xinjiang
República de Chechenia en Rusia
Proyecto de Pastunistán

Dichas preocupaciones se agravan por la enorme cantidad de material bélico moderno abandonado por Estados Unidos en su retirada, y el acceso de los talibanes al equipo y bases de datos biométricos usados por los Estados Unidos para localizar y controlar a la población afgana, lo cual podría desembocar en una ola de persecución y ajusticiamientos sobre las personas que habrían colaborado con la coalición desde 2001.

Conclusiones

Al contrario de lo que comúnmente escuchamos en los últimos meses acerca de un Afganistán occidentalizado y liberal, respetuoso por ejemplo de los derechos de las mujeres quienes presuntamente habían quedado articuladas a la vida económica, social y política del país, Afganistán seguía siendo una sociedad predominantemente conservadora. En este sentido, en las zonas rurales los avances en la liberalización y secularización de la sociedad apenas habían tenido un impacto limitado. Esto quiere decir que entre el 75 y el 80 por ciento del país que se concentraba en zonas rurales apenas vio cambiar su cotidianidad y transformó su mentalidad tradicional.

Del mismo modo, aun durante la ocupación Afganistán era uno de los lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, cuestión que pone en duda los avances logrados en materia de libertad de expresión. Por su parte, la idea de un gobierno de transición y la de un gobierno inclusivo ya han sido desestimadas, tal y como muestra el hecho de que los dirigentes nombrados para los cargos más importantes del gobierno, provienen de los cuadros de mando de la organización y todos a excepción de dos personas provienen de la etnia pastún. Como vemos no existe una integración de las diferentes etnias, grupos políticos o diversidad de género que componen el país, en buena parte debido a que desde los acuerdos de Doha no se establecieron métodos de control para el cumplimiento de los compromisos adquiridos y a la virtual inexistencia de una resistencia generalizada contra la toma del poder de los talibanes. 

Aun así, los talibanes se enfrentan a un país en bancarrota, con riesgos de hambruna por las sequías y con diferentes facciones (especialmente el Frente de Resistencia Nacional de Afganistán en Panjshir y el ISIS-K) que ponen en tela de juicio la capacidad de los mandos talibanes de mantener el control sobre Afganistán a largo plazo. Pese a todo esto, el hecho de que una buena parte de los dirigentes talibanes tuvieron la oportunidad de observar cómo los Estados de la Península Arábiga han sido capaces de mantener el equilibrio entre la aplicación de políticas religiosas radicales y buenas relaciones con Occidente, las cuales les permiten disfrutar de los beneficios del comercio, puede estar influyendo en la moderación del discurso de los talibanes y repercutir consistentemente en su proyecto de Estado.

Frente de Resistencia Nacional de Afganistán en Panjshir
ISIS-K

Sin embargo, resulta difícil pensar que todos los grupos que componen las redes talibanes han abandonado las versiones más extremas de su discurso, existiendo incluso rumores de que estos han comenzado a pedir a las familias de algunas zonas de Afganistán que casen a sus hijas con los combatientes, que las mujeres no deben salir sin la compañía de un varón, entre otras medidas que recuerdan a su antigua forma de gobierno como las ejecuciones públicas. Dada la situación actual, según múltiples expertos no basta solo con la exclusión de los talibanes del sistema internacional por medio de su no reconocimiento, puesto que no está para nada claro que esta vaya a ser una estrategia efectiva de presión contra los talibanes. Esto se debe a que Afganistán es una pieza central para la seguridad de toda la región y a que posee una riqueza mineral por explotar equivalente a 3 billones de dólares, premio que todas las potencias querrán obtener al establecer lazos comerciales y diplomáticos con los talibanes.

Un ejemplo de esto es China quien está interesada en extraer cobre, litio, tierras raras y otros minerales de las minas afganas, articulando así a Afganistán a su proyecto de la Nueva Ruta de la Seda mediante trenes, carreteras y oleoductos, pero entendiendo al mismo tiempo que invertir en Afganistán puede ser la crónica de una muerte anunciada si los talibanes no logran estabilizar el país. Asimismo, el territorio afgano es vital para conectar Asia central con el sur de Asia y el Océano Índico, como puede verse en el deseo de construir grandes proyectos de infraestructura como el gaseoducto TAPI que serviría para trasladar gas natural desde Turkmenistán hasta el sur de Asia, la extensa red eléctrica CASA-1000 que permitiría exportar 1.300 MW de superávit energético de Kirguistán y Tayikistán hacia Afganistán y Pakistán y el ferrocarril TAT que conectaría Turkmenistán y Tayikistán cruzando por territorio afgano.

Recursos minerales de Afganistán
Gaseoducto TAPI
Red eléctrica CASA-1000
Proyecto ferroviario TAT

La importancia de que estas inversiones se consoliden, es que la economía afgana es desde 2001 esencialmente rentista y se fundamentaba en todo tipo de triquiñuelas para aprovechar los dólares de la ayuda internacional y los recursos que podían extraer los afganos de las tropas, contratistas y funcionarios extranjeros. Así, con una economía que no crece desde 2015 y que es dependiente de la importación de productos hasta para garantizar la seguridad alimentaria de su población, volver al fundamentalismo religioso armado no se ve como una de las principales opciones para el gobierno talibán.

En pocas palabras, de no presentarse una moderación medianamente aceptable para las potencias regionales y mundiales (aunque esta moderación parece centrarse más en lograr cierta estabilidad política y abstenerse de brindar apoyo a grupos terroristas e islamistas, y no tanto a respetar derechos humanos o libertades fundamentales) no está claro que el gobierno talibán pueda mantenerse en el poder. Aquello debido a que los talibanes se enfrentan a una crisis alimentaria que podría afectar a 14 millones de personas, un desfinanciamiento avasallador del Estado que perdió cerca del 70% de sus ingresos provenientes de donaciones extranjeras que financiaban el gasto público, un alto riesgo de hiper inflación, una incapacidad severa de prestar hasta los servicios más básicos, un éxodo constante del capital humano más preparado del país y un agujero fiscal de 5.000 millones de dólares que según el FMI se necesitan para que Afganistán no colapse. 

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